"Yo soy como la luciérnaga que necesita la noche para brillar y vivir", Juan Carlos Aragón Becerra

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Crónica de colores

Amanece lentamente y los tonos anaranjados van tomando posición entre el verde de la campiña. Los tejados disfrutan de estas primeras horas del día, siendo testigos fieles cada veinticuatro horas. El campanario de la parroquia comienza a reflejar desde sus azulejos los leves rayos que el sol va mostrándole para que alumbre el pueblo.
No hay gente por las calles, el ambiente es cansado y espeso en una mañana de lunes. Aunque el sol ha empezado a despuntar, cuatro nubes negras se ciernen sobre la localidad, sin dejar que éste sea el soberano del día. Amanece con pesadumbre en una calle cualquiera, donde hasta los adoquines sienten el peso del dolor, de la angustia, del desasosiego... de la pérdida.

A medida que el reloj sigue su curso, haciendo que el tiempo avance sin remedio alguno, sólo hay un camino transitado en el pueblo, lleno de jóvenes. Jóvenes que bien podrían haber quedado para salir, tomar algo, ir a la piscina o, incluso, dar un paseo a caballo. Jóvenes cuyos pasos son guiados por la tristeza, sonámbulos en un sueño del que quisiseran despertar  cuanto antes.

Y el reloj sigue funcionando y no para hasta llegar a las cinco en punto de la tarde. A esa hora el sol reina en la calma de la ciudad y el campanario parroquial comienza a tocar sones fúnebres. Todos los pasos son guiados hasta allí, debajo del campanario, esperando a un anfitrión vestido de corto y arropado por una sobria manta de nogal.
El pueblo escucha entre sollozos las palabras reconfortantes de quien demuestra una entereza que quizás no tenga en ese momento. Gracias a las mismas, los jóvenes tristes vuelven a salir, bajo el sol de la tarde, para despedir a un joven jinete del que sienten orgullo.

Anochece y la plateada noche arropa el pueblo, trayendo consigo más silencio aún que las negras nubes de la mañana. Una urna pequeña es portada entre manos temblorosas y depositada en una habitación ya vacía por su huésped habitual, pero llena de recuerdos imborrables para todos los que la pisan una vez más.

El cielo y el reloj siguen su curso y reclaman la llegada de un nuevo amanecer. El sol vuelve a lucir espléndido, sin ninguna sombra de nubarrones a su alrededor. El campanario volverá a marcar las doce del mediodía y todo será como antes. Sólo un color parece distinto en esta mañana, el verde de la campiña destila notas de esperanza mucho más fuertes que nunca. Los secos y viejos olivares parecen haber resucitado de su letargo y muestran un nuevo ánimo, casi parecen trasplantados de vida nueva, recuperados de una larga enfermedad, semejan sus ramas la alegría de la juventud, el espíritu que tan sólo los dieciocho  años pueden otorgar.


Luciérnaga