"Yo soy como la luciérnaga que necesita la noche para brillar y vivir", Juan Carlos Aragón Becerra

domingo, 9 de diciembre de 2012

No soy una triste

¿Por qué no te vienes al fin del mundo conmigo? Quizás no haya sido esa la pregunta, pero yo la he sentido como si así fuese. Contigo siempre necesito más, y a veces tengo la sensación de que tú y tus inseguridades sois incapaces de dar pasos adelante. Aunque lo cierto es que, con seguridad y casi sin que yo me percate, vas dando pasitos cortos pero firmes que a mí me hacen llegar al cielo.

¿Por qué no vienes este fin de semana conmigo al mismo Paraíso? Sí, quiero ir contigo a donde sea. No me importaría descender por el abismo del Inframundo siempre que tu mano roce la mía. Eres el mejor compañero de camino. Los paseos contigo siempre suponen nuevas sensaciones y, aunque siempre recorremos las mismas calles, a mí me parecen nuevas como si las estuviera redescubriendo. Veo con ojos nuevos y espectantes cada rinconcito de cada callejón, y todo gracias a ti, a tu compañía.

Y, ¿por qué no me acompañas un ratito hasta el tren de los sueños? Un tren en el que subimos cada vez que nuestras miradas se encuentran, no importa si luce el sol o si hace un día nefasto, yo, sólo necesito sumergirme en tus ojos oscuros que me miran con tanta dulzura que hasta me atrevería a tomar el café sin azúcar.
Pero siempre tenemos que bajarnos de nuestro tren de ensueño, yo lo hago justo cuando tú subes al que te devuelve a tu realidad y siento que en ese tren se va gran parte de mi ser. Me quedo con los tristes y huyo de sus miradas y sus caras para evitar que me contagien y consigan hacerme una de los suyos. Yo no puedo ser una triste porque sé que algún día vendrás con dos billetes de ida que nos llevarán a cualquier lugar del planeta, donde estaremos juntos para hacer de nuestros paseos algo eterno.


Luciérnaga

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Crónica de colores

Amanece lentamente y los tonos anaranjados van tomando posición entre el verde de la campiña. Los tejados disfrutan de estas primeras horas del día, siendo testigos fieles cada veinticuatro horas. El campanario de la parroquia comienza a reflejar desde sus azulejos los leves rayos que el sol va mostrándole para que alumbre el pueblo.
No hay gente por las calles, el ambiente es cansado y espeso en una mañana de lunes. Aunque el sol ha empezado a despuntar, cuatro nubes negras se ciernen sobre la localidad, sin dejar que éste sea el soberano del día. Amanece con pesadumbre en una calle cualquiera, donde hasta los adoquines sienten el peso del dolor, de la angustia, del desasosiego... de la pérdida.

A medida que el reloj sigue su curso, haciendo que el tiempo avance sin remedio alguno, sólo hay un camino transitado en el pueblo, lleno de jóvenes. Jóvenes que bien podrían haber quedado para salir, tomar algo, ir a la piscina o, incluso, dar un paseo a caballo. Jóvenes cuyos pasos son guiados por la tristeza, sonámbulos en un sueño del que quisiseran despertar  cuanto antes.

Y el reloj sigue funcionando y no para hasta llegar a las cinco en punto de la tarde. A esa hora el sol reina en la calma de la ciudad y el campanario parroquial comienza a tocar sones fúnebres. Todos los pasos son guiados hasta allí, debajo del campanario, esperando a un anfitrión vestido de corto y arropado por una sobria manta de nogal.
El pueblo escucha entre sollozos las palabras reconfortantes de quien demuestra una entereza que quizás no tenga en ese momento. Gracias a las mismas, los jóvenes tristes vuelven a salir, bajo el sol de la tarde, para despedir a un joven jinete del que sienten orgullo.

Anochece y la plateada noche arropa el pueblo, trayendo consigo más silencio aún que las negras nubes de la mañana. Una urna pequeña es portada entre manos temblorosas y depositada en una habitación ya vacía por su huésped habitual, pero llena de recuerdos imborrables para todos los que la pisan una vez más.

El cielo y el reloj siguen su curso y reclaman la llegada de un nuevo amanecer. El sol vuelve a lucir espléndido, sin ninguna sombra de nubarrones a su alrededor. El campanario volverá a marcar las doce del mediodía y todo será como antes. Sólo un color parece distinto en esta mañana, el verde de la campiña destila notas de esperanza mucho más fuertes que nunca. Los secos y viejos olivares parecen haber resucitado de su letargo y muestran un nuevo ánimo, casi parecen trasplantados de vida nueva, recuperados de una larga enfermedad, semejan sus ramas la alegría de la juventud, el espíritu que tan sólo los dieciocho  años pueden otorgar.


Luciérnaga

martes, 6 de marzo de 2012

Auto medicación, ¿aconsejable o desaconsejable?

Los médicos aconsejan que la auto medicación no es buena, que nuestras defensas pueden acostumbrarse a esas dosis curativas que aportamos a nuestro organismo, cuando no son necesarias o cuando no son las indicadas, y el sistema inmunitario puede no responder a ellas cuando de verdad lo necesite.
Con el espíritu, con todo lo referente a los sentimientos, nadie dice nada; pero es que las dosis de medicina para el alma nuca son contra indicativas.

¿Qué mejor medicina que leer una carta que en un momento determinado te hizo tanta falta? Hoy, quizás mi alma está tan sumamente bien que leer algo así me hace llorar. Y no sólo por la emoción que provocan todas las palabras que encierra un trocito de papel. También lloro por la tristeza, fruto de la sensatez que da el tiempo, que siento cuando comprendo que nunca deberíamos haber llegado a tener que redactar esas letras.

Sé, a ciencia cierta, que el tiempo todo lo cura, que nunca dejaremos que algo así vuelva a pasarnos porque los lazos que nos unen; las experiencias que hemos vivido juntas; los días que pasaban mientras yo te veía crecer y dormir en la cama de al lado tienen más valor que cualquier cosa en el mundo. Esperar aquella Navidad mi regalo de Reyes adelantado, sin importarme ningún juguete, es de los momentos más bonitos que la vida me ha ofrecido; y es, precisamente por eso, por lo que cada día doy gracias a Dios por tener una cama al lado de la mía, aunque la mitad de las veces tenga que hacerla yo; y por poder recurrir siempre a una medicina infalible que me reconforta a pesar de no necesitarla: mi hermana.


Luciérnaga

domingo, 12 de febrero de 2012

Nunca más

Escuchando un pasodoble, en los cuartos de final del COAC, me emocioné. Quizás fue por la situación o quizás tan sólo fue porque era la letra que necesitaba escuchar.

Este año, no pisar las tablas de un teatro para cantar, divertirme y disfrutar de la reacción de un buen público está siendo muy duro. Sólo he participado en tres agrupaciones, sólo he sentido esas emociones durante tres Febreros, pero viéndolo desde fuera me siento desubicada.
Tengo la sensación de haber estado toda una vida cantando de escenario en escenario. Cogiendo el coche, haciendo caso omiso a las condiciones meteorológicas, para llegar con mi disfraz en su funda a cualquier teatro rebosante de gente cuya única pretensión era olvidar todos los problemas del día y día y pasar un buen rato conmigo.

¿Quién iba a decirme que el carnaval podía dar tanto y a la vez quitarlo? Desde el febrero de 2011 he vivido mil sensaciones distintas: ilusión, alegría, tristeza, euforia, pánico, rabia, dolor, desesperanza, satisfacción... Sentimientos encontrados y, en algunos casos, contradictorios; pero todos ellos fruto de una forma de ver la vida.

Hoy necesito y quiero recordar todos esos momentos. Porque, aunque desde hace unos meses la desilusión por no cumplir un sueño ha sido la que me ha arropado cada noche, no dejo de maquinar mil historias diferentes para vestir de gala mi sueño, para escribirlo con letras sencillas pero elegantes y, sobre todo, para que mi Febrero no se quede incompleto nunca más.


Luciérnaga